domingo, 4 de noviembre de 2012

HISTORIA DEL JOVEN CELOSO

Había una vez un joven que estaba muy celoso de una muchacha muy hermosa.

Un día le dijo: -Tus ojos miran a todo el mundo-. Entonces, le arrancó los ojos.

Después le dijo: -Con tus manos puedes hacer gestos de invitación-. Y le cortó las manos.
-Todavía puede hablar con otros”- pensó. Y le extirpó la lengua.
Luego, para impedirle sonreír a los eventuales admiradores, le arrancó todos los dientes. Por último, le cortó las piernas. -De este modo -se dijo- estaré más tranquilo-.
Solamente entonces pudo dejar sin vigilancia a la joven muchacha que amaba. -Ella es fea -pensaba-, pero al menos será mía hasta la muerte.
Un día volvió a la casa y no encontró a la muchacha: había desaparecido, raptada por un exhibidor de fenómenos.

Henri Pierre Cami (1913)

domingo, 28 de octubre de 2012

COBARDÍA

A pesar de haber muerto hace siete años mi abuelita apareció en una reunión familiar. Todos la recibimos con gusto y, como un acuerdo implícito, nadie mencionó su condición de muerta, para no molestarla.

La velada transcurrió cómodamente, pero, al despedirnos, ninguno de nosotros se ofreció a llevarla.

Laura Elisa Vizcaíno Mosqueda, 2012

domingo, 21 de octubre de 2012

DEL TRÓPICO

Era un sapo de tonalidades castañas, blando cuerpo y sangre fresca, acostumbrado a las alfombras de helecho y musgo. Incansable buscador de sombra, al que le daba lo mismo dormitar entre la humedad de las cortezas o enterrado en el lodo del pantano. Amante de las zambullidas en arroyos y charcos. Barro saltarín que jugaba a quedarse quieto entre las cañas, cuando el aire de la tarde hacía silbar los carrizales. Anfibio satisfecho de croar mientras las estrellas se desleían sobre el espejo del remanso. Batracio despreocupado y feliz… hasta que una bruja lo convirtió en príncipe.

Queta Navagómez, 2005

domingo, 14 de octubre de 2012

TRES COSAS ANTES DE MORIR

Plantar un árbol, tener un hijo, escribir un libro. Podía morir tranquilo. Sin embargo cuando le llegó la hora se dio cuenta que jamás había viajado en barco, ni había escalado una montaña, ni se había emborrachado con tequila, entonces se puso en campaña para hacer esas tres cosas antes de morir. Las hizo en poco tiempo y ya en su lecho de muerte cayó en la cuenta de que jamás había cazado un tigre, ni había buceado en aguas cristalinas, ni le había cantado una canción al oído a una muchacha. Se levantó de un salto y salió corriendo. Un tiempo después estuvo a punto de morirse pero recordó que nunca había comido helado de chocolate en la mañana, ni había arrojado flores al río, ni había cantado ópera bajo la ducha.

Dicen que anda haciendo cosas increíbles por el mundo. Sólo tres cosas más antes de morir, dice, y sigue viviendo.

Sandro Centurión, 2010


domingo, 7 de octubre de 2012

EMPEZÓ A DARLE VUELTAS...

Empezó a darle vuelta al café con leche con la cucharita. El líquido llegaba al borde, llevado por la violenta acción del utensilio de aluminio. (El vaso era ordinario, el lugar barato, la cucharilla usada, pastosa de pasado.) Se oía el ruido del metal contra el vidrio -ris, ris, ris, ris-. Y el café con leche dando vueltas y más vueltas, con un hoyo en su centro. Yo estaba sentado enfrente. El café estaba lleno. El hombre seguía moviendo y removiendo, inmóvil, sonriente, mirándome. Algo se me levantaba de adentro. Le miré de tal manera que se creyó en la obligación de explicar:
-Todavía no se ha deshecho el azúcar- dijo.
Para probármelo dio unos golpecitos en el fondo del vaso. Volvió en seguida con redoblada energía a menear metódicamente el brebaje. Vueltas y más vueltas, sin descanso, y ruido de la cuchara en el borde del cristal. Ras, ras, ras. Seguido, seguido, seguido sin parar, eternamente. Vuelta y vuelta y vuelta y vuelta. Me miraba sonriendo. Entonces saqué la pistola y disparé.

Max Aub, 1957

domingo, 30 de septiembre de 2012

LA CILINDRA

Ella no tenía dueño. Tal vez no lo tuvo nunca. La encontraron los soldados allá por Huetamo, en un pueblillo caliente y gris, y desde entonces se “dio de alta” y se vino a correr mundo con la bola.

Se hizo amiga de todos: de los soldados, de las soldaderas y hasta del cabecilla. Todos le tenían cariño.

Por flaca, por encanijada, la llamaron La Cilindra. Siempre fiel, siempre alerta, como buena revolucionaria; en su hoja de servicios tenía anotada más de una acción de armas en la que tomó parte tan activa como los hombres, como las mujeres. Nunca conoció el miedo y ante el enemigo se ponía furiosa, tan furiosa que hubiera sido difícil vencerla a ella sola. Después de los combates se le oía aullar por las noches en el campo abandonado. Cuando un soldado enfermaba era la Cilindra su mejor compañera, y nunca se le pudo acusar de traición.

Una vez el cabecilla, aquel hombre de bronce, recio, altanero, bueno, estuvo a punto de saldar sus cuentas con la vida. Los mosquitos de tierra caliente son malos. Cogió una fiebre palúdica que lo tumbo por mucho tiempo. Y allá estuvo la Cilindra con él, sin comer, sin beber, perdidos en una de las cuevas del cerro... Y fue la pobre Cilindra quien una noche en que el cabecilla agonizaba, llegó hasta el plan y buscó a los soldados, y los llevó al lugar en donde el jefe se estaba muriendo. Ellos le trajeron médico y agua. En poco tiempo estuvo sano. Sólo entonces lo abandonó la Cilindra.

Al pasar por Churumuco tuvo amores con el Capulín, un perrazo negro. Al poco tiempo tuvo también familia: dos cachorros pequeñitos y pardos que por desgracia nacieron en el cuarto de Juan Lanas.

La mujer de Juan, doña Juana  la Marota, era larga, fea, mala. Una noche cogió a los cachorritos y se fue rumbo al río. Cilindra corrió tras ella. Llegaron al puente. El río, abajo, era una fuga de aguas turbias. Y los arrojó al fondo, con el mismo desprecio que arrojara un saco de basura. Por fortuna, allí estaba Juan Lanas. Se echó la Cilindra al río y tras ella se tiró también Juan. El agua los arrastró lejos, pero luego salieron los cuatro a la orilla.

Volvieron al cuarto y no fue paliza la que Juan le puso a su Marota. Desde entonces la Cilindra tenía una estimación particular por aquel Juan Lanas, que era borracho y bueno.

Pero era también traidor. Su misma mujer vino a contarlo. Y lo encontraron en la madrugada, atravesando el llano, con el fusil al hombro y las cananas terciadas, caminando rumbo al campo enemigo.

-Que lo truenen- dijo el cabecilla.

Y le formaron su cuadro. Todos callados, frente a él preparan sus armas. El comandante ordenó:

-¡Apuuuuunten!

Y todos levantaron sus carabinas. Iba a pronunciar la palabra “fuego”, cuando a los pies de Juan Lanas se oyó un aullido lastimero, sobrehumano, largo, que hizo a los soldados estremecerse y bajar sus armas: a los pies del traidor  estaba la Cilindra, con sus ojos amarillos y largos, de mirada húmeda. Arrastrándola lograron retirarla. Volvió el comandante a dar órdenes, y cuando estaban ya las armas levantadas, listas para lanzar su escupitajo de acero, volvió a escucharse a los pies de Juan Lanas el aullido largo, que ponía los pelos de punta. A pesar de que el comandante dio la voz de “¡fuego!”, no se disparó un solo cartucho. Nadie se hubiera atrevido a herirla: era la amiga, la única amiga leal de toda la tropa.

Y se repitió la escena dos, tres, cuatro veces. Por la fuerza quisieron alejarla: imposible. Si parecía estar rabiosa. No fueron pocos los mordiscos que propinó esa mañana a los soldados. Se había convertido en la enemiga de todos y, sin embargo, nadie se hubiera atrevido a hacerle daño.

-Tate quieta Cilindra- le decía Juan Lanas con voz ronca, amarga. Vete. ¿No ves que estos demonios acabarán por matarte? Déjame solito un rato. Pero ella seguía echada a sus  pies, con los ojos húmedos y largos.

Ya por la tarde llegó el cabecilla. Él mismo fue hasta el barranco donde estaban fusilando a Juana Lanas. Al verlo llegar la Cilindra, mostrándole sus diente, le lanzó una mirada húmeda, de rabia y de ternura, de venganza, de súplica y de reto. Nuca supo el cabecilla por qué aquella mirada se le clavó tan hondo... Los ojos amarillos eran más que humanos. Estaba en ellos toda la angustia de la gleba que pedía justicia, que lloraba, que sufría en silencio a veces y amenazaba con destruirlo todo.

-Que traigan a la Marota- dijo.

Cuando llegó la Marota, la mujer que traicionó a Juan Lanas, con voz ahogada dijo el cabecilla:

-¡mira Marota, así defienden las perras a sus hombres!

Por eso cuando una bala dejó a la Cilindra tiesa en el campo de batalla, todos lloraron, todos se sintieron solos. Ellos mismos la enterraron en el cementerio nuevo, en una fosa que cavó Juan Lanas. Y hubo toques de clarín, y tambores velados, y todos los honores militares que se hacen al más querido de los jefes caídos en el campo de batalla, bajo la lluvia absurda de las balas.



Carmen Báez, 1946

domingo, 23 de septiembre de 2012

LA OVEJA NEGRA

En un lejano país existió hace muchos años una oveja negra. Fue fusilada. Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.
Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.

Augusto Monterroso

domingo, 16 de septiembre de 2012

EL ASESINO

Repentinamente se despertó sobresaltado, y se dio cuenta de que no sabía quién era, ni qué estaba haciendo aquí, en una fábrica de municiones. No podía recordar su nombre ni qué había estado haciendo. No podía recordar nada.

La fábrica era enorme, con líneas de ensamblaje, cintas transportadoras y con el sonido de las partes que estaban siendo ensambladas.

Tomó uno de los revólveres acabados de una caja donde estaban siendo, automáticamente, empaquetados. Evidentemente había estado operando en la máquina, pero ahora estaba parada.

Recogía el revólver como algo muy natural. Caminó lentamente hacia el otro lado de la fábrica, a lo largo de las rampas de vigilancia. Allí había otro hombre empaquetando balas.

 “¿Quién Soy?” – le dijo pausadamente, indeciso.

El hombre continuó trabajando. No levantó la vista, daba la sensación de que no le había escuchado.

 “¿Quién soy? ¿Quién soy?” – gritó, y aunque toda la fábrica retumbó con el eco de sus salvajes gritos, nada cambió. Los hombres continuaron trabajando, sin levantar la vista.

Agito el revólver junto a la cabeza del hombre que empaquetaba balas. Le golpeó, y el empaquetador cayó, y con su cara, golpeó la caja de balas que cayeron sobre el suelo.

El recogió una. Era el calibre correcto. Cargó varias más.

Escucho el click-click de pisadas sobre él, se volvió y vio a otro hombre caminando sobre una rampa de vigilancia. “¿Quién soy?” –le gritó. Realmente no esperaba obtener respuesta.

Pero el hombre miró hacia abajo, y comenzó a correr.

Apuntó el revólver hacia arriba y disparó dos veces. El hombre se detuvo, y cayó de rodillas, pero antes de caer, pulsó un botón rojo en la pared.

Una sirena comenzó a aullar, ruidosa y claramente.

“¡Asesino! ¡asesino! ¡asesino!” – bramaron los altavoces.

Los trabajadores no levantaron la vista. Continuaron trabajando.

Corrió, intentando alejarse de la sirena, del altavoz. Vio una puerta, y corrió hacia ella.

La abrió, y cuatro hombres uniformados aparecieron. Le dispararon con extrañas armas de energía. Los rayos pasaron a su lado.

Disparó tres veces más, y uno de los hombres uniformados cayó, su arma resonó al caer al suelo.

Corrió en otra dirección, pero más uniformados llegaban desde la otra puerta. Miró furiosamente alrededor. ¡Estaban llegando de todos lados! ¡Tenía que escapar!

Trepó, más y más alto, hacia la parte superior. Pero había más de ellos allí. Le tenían atrapado. Disparó hasta vaciar el cargador del revólver.

Se acercaron hacia él, algunos desde arriba, otros desde abajo. ” ¡Por favor!  ¡No disparen! ¡No se dan cuenta que solo quiero saber quien soy!”

Dispararon, y los rayos de energía le abatieron. Todo se volvió oscuro…

Les observaron como cerraban la puerta tras él, y entonces el camión se alejó.

“Uno de ellos se convierte en asesino de vez en cuando”, dijo el guarda.

 “No lo entiendo,” dijo el segundo, rascándose la cabeza. “Mira ese. ¿Qué era lo que decía? Sólo quiero saber quién soy. Eso era.”

“Parecía casi humano. Estoy comenzando a pensar que están haciendo esos robots demasiado bien”.

Observaron al camión de reparación de robots desaparecer por la curva.


Stephen King, 2006

domingo, 9 de septiembre de 2012

ALGO MUY GRAVE VA A SUCEDER EN ESTE PUEBLO

Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde:

-No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este pueblo.
Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro jugador le dice:
-Te apuesto un peso a que no la haces.
Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla. Contesta:
-Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo.
Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mamá o una nieta o en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice:
-Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.
-¿Y por qué es un tonto?
-Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.

Entonces le dice su madre:

-No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen.
La pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero:
-Véndame una libra de carne -y en el momento que se la están cortando, agrega-: Mejor véndame dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado.
El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice:
-Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están preparando y comprando cosas.
Entonces la vieja responde:
-Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras.
Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo, en el pueblo, está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice:
-¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?
-¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!
(Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.)
-Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.
-Pero a las dos de la tarde es cuando hay más calor.
-Sí, pero no tanto calor como ahora.
Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz:
-Hay un pajarito en la plaza.
Y viene todo el mundo, espantado, a ver el pajarito.
-Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.
-Sí, pero nunca a esta hora.
Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.
-Yo sí soy muy macho -grita uno-. Yo me voy.
Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen:
-Si éste se atreve, pues nosotros también nos vamos.
Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo.
Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice:
-Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa -y entonces la incendia y otros incendian también sus casas.
Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio, clamando:
-Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.

Gabriel García Márquez

domingo, 2 de septiembre de 2012

LA OLLA EMBARAZADA

Un señor le pidió una tarde a su vecino una olla prestada. El dueño de la olla no era demasiado solidario, pero se sintió obligado a prestarla. A los cuatro días, la olla no había sido devuelta, así que, con la excusa de necesitarla fue a pedirle a su vecino que se la devolviera.

—Casualmente, iba para su casa a devolverla... ¡el parto fue tan difícil!

— ¿Qué parto?

— El de la olla.

— ¿Qué?

— Ah, ¿usted no sabía? La olla estaba embarazada.

— ¿Embarazada?

— Sí, y esa misma noche tuvo familia, así que debió hacer reposo pero ya está recuperada.

— ¿Reposo?

— Sí. Un segundo por favor –y entrando en su casa trajo la olla, un jarrito y una sartén.

— Esto no es mío, sólo la olla.

— No, es suyo, esta es la cría de la olla. Si la olla es suya, la cría también es suya.

“El vecino está realmente loco”, pensó, “pero mejor que le siga la corriente”.

— Bueno, gracias.

— De nada, adiós.

— Adiós, adiós.

Y el hombre marchó a su casa con el jarrito, la sartén y la olla. Esa tarde, el vecino otra vez fue a tocar su timbre.

—Vecino, ¿no me prestaría un destornillador y una pinza? ...Ahora se sentía más obligado que antes.

—Sí, claro.

Fue hasta adentro y volvió con la pinza y el destornillador. Pasó casi una semana y cuando ya planeaba ir a recuperar sus cosas, el vecino tocó a su puerta.

— Ay, vecino ¿usted sabía?

— ¿Sabía qué cosa?

— Que su destornillador y su pinza son pareja.

— ¡No! – dijo el otro con ojos desorbitados— no sabía.

—Mire, fue un descuido mío, por un ratito los dejé solos, y ya la embarazó.

— ¿A la pinza?

— ¡A la pinza!... Le traje la cría –y abriendo una canastita entregó algunos tornillos, tuercas y clavos que dijo había parido la pinza.

“Totalmente loco”, pensó. Pero los clavos y los tornillos siempre venían bien. Pasaron dos días. El vecino pedigüeño apareció de nuevo.

— He notado –le dijo— el otro día, cuando le traje la pinza, que usted tiene sobre su mesa una hermosa ánfora de oro. ¿No sería tan gentil de prestármela por una noche? Al dueño del ánfora le tintinearon los ojitos.

— Cómo no – dijo, en generosa actitud, y entró a su casa volviendo con el ánfora.

—Gracias, vecino.

—Adiós.

—Adiós.

Pasó esa noche y la siguiente y el dueño del ánfora no se animaba a tocarle al vecino para pedírsela. Sin embargo, a la semana, su ansiedad no aguantó y fue a reclamarle el ánfora a su vecino.

— ¿El ánfora? – dijo el vecino – Ah, ¿no se enteró?

— ¿De qué?

— Murió en el parto.

— ¿Cómo que murió en el parto?

— Sí, el ánfora estaba embarazada y durante el parto, murió.

— Dígame ¿usted se cree que soy estúpido? ¿Cómo va a estar embarazada un ánfora de oro?

— Mire, vecino, si usted aceptó el embarazo y el parto de la olla, el casamiento y la cría del destornillador y la pinza, ¿por qué no habría de aceptar el embarazo y la muerte del ánfora?



Jorge Bucay, 1998

domingo, 26 de agosto de 2012

LA LOTERIA

Un hombre soñó que le tocaba la lotería y se levantó decidido a dejar que se cumpliera el destino. A la misma hora en que terminaba de arreglarse, que es la misma hora de siempre, una mujer que miraba el mundo desde el fondo de una botella de anís deja abierta la espita del gas. Pero esto nuestro hombre no podía saberlo. Como había soñado que compraba el boleto en una administración diferente de la habitual, porque este hombre jugaba regularmente, se encaminó hacia el mercado donde estaba la número quince. El quince no es un número especialmente mágico. Menos aún que su conocida administración trece de toda la vida, pero un sueño es un sueño. Atravesó el umbral de la suerte a la misma hora de siempre, pero en un lugar diferente. A la misma hora exacta en que pagaba su boleto sin mirar el número, la mujer de la botella de anís prendía el último fósforo de su vida. Pero esto nuestro hombre no tenía modo de saberlo. El hombre que había soñado la lotería nunca se enteró de que la administración número trece quedaba sepultada bajo un edificio arruinado. Esto nunca lo supo y si ese día cambió definitivamente de administración fue porque el sueño decía dónde, pero no cuándo le iba a tocar. El hombre que soñaba siguió esperando su destino sin percatarse de que la lotería ya le había tocado.  

Pepe Reig, 2007

viernes, 17 de agosto de 2012

ALAS

Yo ejercía entonces la medicina en Humahuaca.
Una tarde me trajeron un niño descalabrado; se había caído por el precipicio de un cerro. Cuando  para revisarlo le quité el poncho vi dos alas. Las examiné: estaban sanas. Apenas el niño pudo hablar le pregunté:
-¿Por qué no volaste, m´hijo, al sentirte caer?
-¿Volar?- me dijo- ¿Volar, para que la gente se ría de mí?

Enrique Anderson-Imbert, 1976